lunes, 16 de octubre de 2017

Naturaleza en el ocaso

Mientras observaba el otro día a una abeja yendo tranquila y meticulosa de flor en flor en una mata de romero se me ocurrió que, quizás, si la gente no perdiera la curiosidad y la capacidad de fascinarse por las pequeñas maravillas que la naturaleza nos ofrece -incluso en la más obvia de sus rutinas: las fases de crecimiento de una hoja; una lagartija caminando boca abajo- puede que no sintieramos tanta necesidad de viajar miles de kilómetros para sentir algo, seguramente parecido, ante los grandes monumentos o paisajes del mundo.

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También podría ser que, precisamente, uno de los factores que nos impulse a huir de la ciudad cada vez que hay ocasión sea, por un lado, la falta de esa naturaleza, tanto en cantidad como en calidad, en el entorno urbano en que se desarrollan la mayor parte de nuestras actividades que complica mucho, claro, las opciones de que esa 'fascinación por la vida' surja; y, por otro lado -pero derivado de éste- la falta de calidad de una planificación urbanística podrida de irracionalidad (en el peor sentido) y ajena a cualquier escala humana (la escala, de haberla, sería la del automóvil, la corrupción y la especulación) que, por desgracia, se ha convertido en norma.


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